La sequía de Fernando Gaviria no para en el Giro

En la carretera siempre hay una historia que contar, y hoy esa historia es protagonizada por Fernando Gaviria. El joven corredor antioqueño, tan seco como […]

Así fue el embalaje.

En la carretera siempre hay una historia que contar, y hoy esa historia es protagonizada por Fernando Gaviria.

El joven corredor antioqueño, tan seco como el río Salso en los inclementes veranos italianos, salió de Catania, enfundado en su bellísimo uniforme blanco y negro, y confiado en el poder de su bicicleta Colnago, una obra maestra de Ernesto Colnago, un descendiente de judíos que todavía las fabrica en una vieja casa de Milán.

Antecedente: A Gaviria se le saltó la piedra por no ganar en el sprint de la quinta etapa

Como el río, Fernando había bajado de la montaña, caudaloso, para ganar en Messina, en 2017, en la etapa 5 del Giro del Centenario. Frente al mar de Jason y los Argonautas, el colombiano derrotó a Mareczko, a Sam Bennet, al ‘Ogro’ Greipel, a Bauhaus, a Sbaragli, a Stuyven, verdaderos monstruos de la velocidad.

No hubo sonrisa colombiana

Pero hoy, otra vez frente a ese paisaje de olivos, castaños, viñedos y campos de mangos y aguacates, se preguntaba: “¿Por qué no? ¿Por qué no podría repetir esa hazaña?”.

Motivado por los bellos recuerdos, el cejeño, de 27 años de edad y un metro y 80 centímetros de estatura, miraba y miraba su hermosa bicicleta, con esos imponentes neumáticos Pirelli, los P Zero Race, y los tubulares Zero Tub SL.

“Nada puede salir mal, todo depende de mí”, pensaba el rayo antioqueño, y partió de Catania, rumbo a Messina, convencido de volver al triunfo en una carrera grande, proeza que no logra desde 2019, cuando en la etapa 3 del Giro, entre Vinci y Orbetello, derrotó al francés Arnaud Demare, a Pascal Ackerman y a Giacomo Nizzolo, entre otros.

Pero no basta con tener buenas piernas y buena cabeza en la época del potenciómetro. También hay que contar con la máquina, con el viento, con el calor y con las diferentes inclinaciones de la carretera.

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Subió bien al Portella de Mandrazzi, puerto de montaña entre Francavilla y Villafranca Tirrena, cumbre coronada por Freddy González, en 2003, año de intensas batallas al sprint entre Alessandro Petacchi, Mario Cipollini y Robbie McEwen.

En ese puerto, antes del largo descenso a las tierras del recordado bandido heroico Pasquale Bruno, ahorcado en 1803, como su padre Antonino, por defender la honra de su madre, violada por el Conde de Bauso, claudicaron Mark Cavendish y Caleb Ewan. Y a punto estuvo de desfallecer Demare, de no ser por la inmediata ayuda de sus compañeros del FDJ, que lo remolcaron hasta la cima con grandes esfuerzos.

Fernando Gaviria defiende actualmente al UAE Emirates.

Todos los astros estaban alineados para que Fernando volviera a celebrar a lo grande. El sol resplandecía, el viento soplaba cariñosamente y los aromas frutales de Sicilia invitaban al deleite. Solo era cuestión de bajar hasta esas llanuras legendarias, colmadas de castillos bizantinos y romanos, donde alguna vez los moros también escribieron páginas de amor, como aquella del joven casado que se enamoró de una chica solitaria, y ella, al darse cuenta de que él tenía familia, lo mató, le cortó la cabeza y la guardó en un jarrón con un pequeño brote de albahaca; luego puso el jarrón en el balcón, a la vista de todos en Sicilia.

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No tenía tiempo Fernando para pensar en esas viejas historias. En su cabeza sólo rondaba un pensamiento: ganar.

Su equipo lo ayudó todo el trayecto. Diego Ulissi, Alessandro Covi, Rui Olivera, y el siempre fiel Maxi Richeze le brindaron protección en la subida y cuidaron de él en el descenso, momento en el que se esperaba un acelerón del pelotón, para por fin alcanzar la fuga, cuando no, organizada por Bais y Tagliani, del Androni.

Una pelea de 2

Demare, ganador de la Ciclamino en 2020, ya había ganado una etapa en Villafranca Tirrena. Esa experiencia le ayudó para volver al lote justo a tiempo y así disputar la fracción con Gaviria, en el patio de la casa de Vincenzo Nibali.

No había ningún otro retador para los 2 guepardos. Tan solo les inquietaba la presencia de Mathieu Van der Poel, pese a que el neerlandés estaba poco interesado en la victoria, aquejado por leves molestias físicas.

Así que, en la recta final, Demare y Gaviria comenzaron a marcarse y sus coequiperos a abrir espacio. La velocidad era tremenda y Gaviria, gracias al carril que le cedió Richeze, parecía ir disparado hacia la victoria.

Los recuerdos le llenaban los ojos de pequeñas lágrimas. Estaba deseoso de gritar, de soltar el peso de tantos meses sin triunfos importantes.

La historia de su primera bici, de la primera vez que vio el Giro por televisión, de los constantes episodios con el Covid 19, enfermedad que le quitó las fuerzas en 2020 y 2021. Todo daba vueltas en su cabeza, y en frente tenía la meta, esa puerta hacia el éxito mundial, hacia las primeras planas.

De pronto, su caballito Colnago ya parecía un alazán en el Derby de Kentucky. Resoplaba de sed, desfallecía. Sobre su lomo, Gaviria lo aupaba a pedalazos, pero la recta hacia la meta se hacía cada vez más larga, más imposible.

Demare, con su Lapierre Xelius SL 3, lo pasó de largo, y el colombiano, atormentado, como uno de sus personajes de la ópera dei pupi, que se burlaban de los príncipes y los reyes, empezó a darse golpes de pecho y se aferró rabiosamente del manubrio, como esperando explicaciones de su muda máquina, una de las mejores del planeta.

Derrotado compareció ante la prensa y cuando le preguntaron que si tenía algo por decir de la bicicleta, el paisa, con un tono maradoniano, respondió: “De la bicicleta no se habla”.

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Lo venció el francés. Otra vez se quedó al borde del éxtasis, como el año pasado en Foligno. No se le da a Gaviria, aunque lo intenta, y en su equipo ya no saben cómo explicar la sequía.

Sí, el colombiano sigue seco, tan seco como el río Salso en los inclementes veranos, que hasta las vacas se cagan en su cauce y se quedan allí durante horas, mordiendo el pasto.