No importó la latitud. Desde Buenos Aires hasta Nápoles. De Suramérica, pasando por Europa y hasta Asia. Tampoco importaron los colores de las banderas, que hoy tenían el rostro de un crack en el medio.
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Mucho menos importaron los escudos y las casacas de los equipos rivales. ¿Sos de River? ¿Vos sos Boca? ¿Que venís del Juan Carmelo Zerillo (Estadio de Gimnasia y Esgrima La Plata)? ¡No importa! El dolor del mundo, el dolor de la Argentina es celeste, es maradoniano.
Por momentos, Diego Armando Maradona logró lo impensado. En casi 24 horas, sin estar presente en este mundo, la divinidad terrenal que le dio el fútbol al Pelusa hizo que las rencillas, los rencores y la rivalidad quedaran atrás. Hinchas de todos los clubes argentinos se unieron en solo clamor: “Maradó, Maradó”.
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El dolor fue su lenguaje, las lágrimas su estampa y los abrazos su consuelo. Diego los dejó, pero no se ha ido porque en su memoria y corazones están las alegrías, luchas e ilusiones que le entregó a su país, a los creyentes en un superhéroe tan humano como cada uno de los que sueña con ser grandes, pelear por sus metas y aprender a vivir cada instante.
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